viernes, 18 de diciembre de 2009

SIN PIJAMA Y SIN RECUERDOS




El caudal gris de ciegas horas se rompe por una ranura de luz.
Desperté sin pijama y sin recuerdos.

Mi cuerpo estaba cubierto tan sólo por una bata de hospital, de esas que te dejan con el culo al aire. Mi memoria, vacía. Boca arriba, yerto de cuerpo y yermo de espíritu, respiré con la tripa. Tenía un ladrillo en el estómago y la lengua como lija del número tres.

El médico preguntó:
- ¿Cuál es su último recuerdo?
Contesto:
- No lo sé. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Dice el médico que en mi historial no consta fecha de ingreso y que, cuando él empezó a trabajar en la clínica, hace un lustro, era fama que yo era el decano de los pacientes.

El galeno insiste:
-¿Qué es lo último que usted recuerda?

Se estaba poniendo pesado. Respondí:
- Una casita muy chiquitita con muchas flores en el jardín.


El hombre de la bata blanca humaniza su rostro y dice:
- En ella vivía usted, supongo. ¿Dónde estaba esa casa?

Contesto:
- Que no doctor, es la letra de una canción.

Este tío está casado con su opinión. Porfía:
- Usted tiene que recordar algo y es su deber ayudar a solucionar su caso.

Preferí no decirle al neurólogo que a mí me importaba un pito solucionar mi caso y decidí darle una pequeña alegría.
- Si, claro. Una mañana de sol y de frío fui con mi primo a la carpintería de Damián para encargar un tablero de madera para jugar al fútbol con los botones.

Bostezo. Pido al hombre de las preguntas que me deje dormir un rato. Cierro los ojos y me autodiagnostico. Claro que tengo recuerdos. Lo que pasa es que son deseos y no sé si se cumplieron o no. Da igual. No pienso averiguarlo.

Me acuerdo de ella. ¡Dios! Tacones, manos, medias. Su falda, sus zapatos, su blusa, su melena, su cuello con sus rizos. Me acuerdo de ella con el corazón, no con la memoria.

También recuerdo que bajaba andando con mi padre al estadio Metropolitano y que mi equipo ganaba siempre la liga. Y que los malos bajaron a segunda.

He sido varias personas, yo. Una de ellas ha dedicado su vida al cine. Pero prefiero no contárselo al plasta del neuropsiquiatra.

Comencé como actor. Los papeles de Marcello Mastroianni y los de Alain Delon los interpretaba yo en la piel de ellos. Luego me hice director. Las películas de Chabrol y las de Rohmer, mías son. Ahora estoy haciendo los guiones de un tal Rafael Azcona, otro heterónimo mío. La frase de Truffaut que define el cine como el arte de hacer hacer bonitas cosas a chicas guapas, la pronuncié yo en una ceremonia de clausura del festival de Cannes. Acudí como Vitorio Gassman.

Abro los ojos y siento baja mi temperatura moral. Debe ser por haber dormido no se cuantísimo tiempo. Soy un hombre antiguo, sin entresijos. Tan sólo con dos cauces subte-rráneos, uno turbio y otro limpio. El arroyo primitivo es claro, hondo y silente. El manantial de la era moderna, ancho, oscuro, horrisonante.

No consigo recordar si llegué a vivir con ella.

Los médicos me dicen que debo permanecer en la clínica unos tres mesecitos de ñapa. Mis días corren unos con otros en la sala de rehabilitación aprendiendo a caminar y estirando los músculos.

Observo a las enfermeras y a las mujeres de la limpieza. No son como las mujeres antiguas. Tienen más tetas, culo y caderas que las de antaño. Son más altas y todo el tiempo dicen que se estresan por un quítame allá esas pajas.

Las mujeres antiguas eran morenas y con pelos en las piernas. Si se ponían nerviosas tomaban unas gotitas de agua de azahar que vendían en las farmacias en unas botellitas azul oscuro.

Noto que, con las antiguas, las modernas comparten la costumbre de no tener palabra y de llegar tarde a todos los sitios. Observo que las nuevas no se disculpan. Si dicen “lo siento”, luego añaden “y no me llames más”. Otra condición común a las mujeres de las épocas que me ha tocado vivir es que son clitoridianas. ¡El botón sagrado!

                                      Este relato continúa en:
 http://cuentosencarneviva.blogspot.com/2008/01/hugo-chvez-el-huerfanito.html

domingo, 6 de diciembre de 2009

MI MADRE POR NAVIDAD



Corrían los años en que se inventó la sopa de ajo y yo era un zagalillo que miraba como un mochuelo.
Hacía mucho frío y en el campo cantábamos a las niñas:
“Aunque me des veinte duros
no voy contigo al pinar
porque tienes sabañones
y me los puedes pegar"

Las nenicas, más dotadas para la lírica y para volverle loco a uno, respondían:
“…que quiero a un labradorcico
que coja sus mulas y se vaya a arar
y a la media noche
me venga a rondar”.

Me pasé, como siempre, al bando de las chicas y terminé la coplilla como pude:
“… con la pandereta, con el almirez y con la zambomba que rezumbe bien”.
El frío no sabía que a la vuelta de la esquina aguardaba el calentamiento global. Yo tenía la piel que va desde donde terminaban las perneras cortas del pantalón corto más resquemada que hábito de fraile y más encarnada que el batallón de El Campesino.
El día viernes anterior a Nochebuena, entré en el saloncito de mi madre con las notas cuajaítas de matrículas de honor. Mi madre quien, para variar, estaba rezando a ver si mi padre volvía de su despacho sin tirarse de las barbas, me miró con su carita de Dolorosa, me dio un beso de los de antes de la guerra y empezó a ponerme polvos de talco Cálber en mi malsufrida piel, directamente heredada de ella.

Pregunté a mamá:

- ¿Hasta cuando debo llevar pantalón corto?
La madre amantísima y clementísima me dijo:
- La costumbre es llevarlos hasta la pubertad, en que te pondremos de bombachos.

Las ocasiones hay que cazarlas al vuelo, como a las perdices, y las zalamerías se usan a mayor abundamiento:

- Si es costumbre será que no es ley. Dile a padre que tengo la cara interna de los muslos como San Lorenzo después de pasar por la parrilla y que lo de la pubertad, que es circunstancia de geometría variable, puede esperar, pero yo no.
Mi madre correspondió a mis floreos con un beso que todavía llevo clavaíto en el cogollo del alma.
Sin esperar a la fiesta de los Reyes Mágicos, ella me llevó al sastre señor Espada en la calle Caballero de Gracia. En una nonada de días iba yo con los bombachos más contento que Chopillo.
Tiempo después me contaron que mi madre abordó ante mi padre la cuestión de mis entrepiernas, con un adorno andaluz:
“¿Qué tiene er niño, Migué?
Anda como trastornao…
Le encuentro cara de pena
y el colorsillo quebrao”.
                              Y colorín, colorao, este cuento se ha acabao.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

MADAGASCAR



"Si no hay lluvia no hay cosecha, no hay comida, los hombres emigran a las minas". Venden el ganado que no pueden alimentar. El precio de los cebúes,moneda de cambio en las familias rurales, baja, y sube el del arroz y la mandioca, más caros que en las ciudades. "Algunos empiezan a comer tortugas y eso está prohibido, es tabú", añade. "La gente dice que no llueve porque comen tortugas"
Así explica la situación en Ambovombe un responsable de Unicef. La ligazón
entre cambio climático y hambre no puede ser más clara.
Salvo para el anciano jefe Valiotaky, que va y dice:
"Dios se enfadó. por eso no llueve"
y se queda tan pancho.