jueves, 12 de junio de 2014

Crónica de la ciudad de Caracas



-¡Necesito que alguien me oiga! —gritaba.

-¡Siempre me dicen que venga mañana! —gritaba.

Arrojó la camisa. Después las medias y los zapatos.

José Manuel Pereira estaba parado en la cornisa del piso 18 de un edificio de Caracas.

Los policías quisieron atraparlo y no pudieron.

Una psicóloga le habló desde la ventana más próxima.

Después, un sacerdote le llevó la palabra de Dios.

-¡No quiero más promesas! —gritaba José Manuel.


Desde los ventanales del restorán de la Torre Sur, se le veía parado en la cornisa, con las manos pegadas a la pared. Era la hora del almuerzo, y éste fue el tema de conversación en todas la mesas.

Abajo, en la calle, se había juntado una multitud.

Pasaron seis horas. 
Al final, la gente estaba harta.
¡Que se decida! —decía la gente.

—¡Que se tire de una vez! —pensaba la gente.

Los bomberos le arrimaron una cuerda. Al principio, él no hizo caso. Pero finalmente estiró una mano, y luego la otra, y agarrado a la cuerda se deslizó hasta el piso 16. Entonces intentó meterse por un ventana abierta y resbaló y cayó al vacío. Al pegar contra el piso, el cuerpo hizo un ruido de bomba que estalla.

Entonces la gente se fue, y se fueron los vendedores de helados y los vendedores de salchichas y los vendedores de cerveza y de refrescos en lata.


( El texto es del gran escritor Eduardo Galeano y la foto de los periódicos )

sábado, 7 de junio de 2014

El caso del taxista hiperactivo



('Sloan's', cuadro del pintor Richard Estes)

Agarro un taxi a la vera de la clínica de mi maestro japonés, de vuelta a mi encierro del barrio, una vez tonificado por una concienzuda sesión de shiatsu.

El hombre que conduce el coche de alquiler empieza a hacer cosas raras. Se salta un semáforo y se cambia de carril a cada poquito. Sin poner el intermitente. Ensayo el truco de darle conversación para ver si se tranquiliza.

-¿Lleva usted mucho tiempo en esto del taxi? pregunto por preguntar.

Me mira por el retrovisor, atravesando el plástico ese de seguridad que te deja sin aire acondicionado en verano y que no protege ni de un atraco perpetrado por un niño de teta. Me cuenta que no, que lleva poco tiempo en el oficio.

-Verá usted. En realidad yo soy informático, pero, como también soy hiperactivo, cada dos años tengo que cambiar de trabajo porque me pongo muy nervioso.

Susurro en voz baja que ha ido a elegir un trabajo que ataca los nervios. Me pica la curiosidad e indago si se autocalifica con conocimiento de causa.

 -¿Dice usted que es hiperactivo?

 Se salta un par de semáforos más, insulta a una señora gorda que está subida a un BMW todoterreno y que espera a la salida de un colegio plácidamente estacionada en cuádruple fila y me dice:

 -Pues verá usted, el psicólogo del colegio diagnosticó mi problema porque no seguía bien los estudios por falta de concentración. Mientras estudiaba informática ayudaba a mi padre en el taxi y, de entonces acá, cuando me canso de un trabajo y me entra la neura, me vuelvo al taxi.

Ya en casa, recuerdo que en mi clase del colegio había un niño que hoy sería tratado con la consideración que merece una criatura hiperactiva. Entonces, en aquella época despiadada para con los débiles o diferentes, mi compañero era tachado de zascandil y botarate, y medicado a base de capones y puestas de cara a la pared en todos y cada uno de los recreos de cada curso escolar. Ahora es un jefazo en el partido populista y sigue sin concentrarse en su oficio, si es que tiene alguno.